Texto Alfredo Aracil
La tradición debe ser discutida continuamente. Ahora bien, no con el espíritu del arqueólogo que excava y excava en busca de evidencias para sostener el relato oficial; sino con imaginación, de manera plástica, cuando toda ley se convierte en un espacio conflictivo, de ida y vuelta. Toda superficie, así, se hace porosa, desplegándose gestos y sentidos alternativos, contrarios a lo común. O mejor, dos superficies: una al lado de la otra, desplazadas y superpuestas, donde la acción transforma cualquier esencia o sentido original que pudiera implicar el relato heredado.
La obra de Rodrigo Martín (Langreo, 1986) parece discurrir a contrapelo. En primer lugar aparentemente, contra el espíritu de los tiempos, al tratarse la pintura de un medio que muchos críticos consideran hoy por hoy agotado. Un cadáver que sin embargo conviene revisar cada cierto tiempo, en busca de algo que transciende lo artístico. Y por otra parte, como respuesta a un acervo de lugar comunes que dan forma a nuestra tradición visual; y no me refiero sólo a la Historia de la pintura después del Expresionismo abstracto, lo que resulta evidente, sino a algo más hondo que descansa en la particular relación que el imaginario de lo español mantiene con su pasado pictórico, una suerte de espejo donde se reflejarían la violencia y la resignación de nuestra historia.
Desde luego, la relación con el pasado que se puede observar en los lienzos y papeles de Rodrigo es ambivalente. Ya que si bien sus geometrías planas nos devuelven a las composiciones de Frank Stella o a los experimentos monocromos y de campos de color expandido de la generación de finales de los cincuenta, léase Newman, Noland o incluso Olitski; por otra parte se intuye la promesa de un movimiento por desplegarse. Un impulso-poético, un soplo-haz: la proyección de figuras y fragmentos que devienen otras, al tantear nuevas posiciones y trascender las convenciones espaciales fijadas por la ortodoxia americana, haciendo de la reunión de las partes con el todo un objeto entre lo bidimensional y la ilusión de volumen, casi una escultura.
Y en el centro de las modulaciones del color -con rojos, amarillos y azules primarios que matizan su profundidad en función de la luz deseada-, siempre el negro. El área -u orificio- donde se conectan los ejercicios de Rodrigo con un imaginario que, aunque podría apuntar a las últimas pinturas de Rothko en realidad tienen un trasfondo más arcano; sin duda universal, pero al mismo tiempo misteriosamente cercano a la tradición pictórica española. La representación del espacio traumático de lo no-representable: de lo tenebroso en los maestros antiguos a la ansiedad en Saura o, también, a las fugas y corrimientos de Palazuelo. El negro como corazón del conflicto metafísico que también expresan los ejercicios experimentales de Rodrigo. Su vínculo, pues, con una continuidad visual que trasciende las tensiones binarias que la modernidad construyó entre las nociones de figuración y abstracción. Todo acto pictórico, no obstante, entraña un trabajo de separación: corte quirúrgico entre lo que es y lo que percibimos, donde al artistas no lo queda más remedio que figurar. La tentación de registrar de manera mimética, y también especulativa, aquello que es efímero e indecible. La interminable tarea del pintor, responsable último de dar cuenta de la variedad del mundo, esto es: acertar donde nuestra percepción falla.
Por último, cabe señalar de qué manera la investigación pictórica que Acto Abstracto trasciende el simple análisis académico o metalingüístico. Más que un simple ejercicio sobre la pintura en tanto que pintura, los gestos de Rodrigo sobre el papel y la tela han de interpretarse como una gimnasia performativa: energías y desplazamientos: una panoplia de movimientos sobre la superficie pictórica que demuestran cómo el cuadro sigue siendo un espacio privilegiado para la experiencia. El lugar físico y simbólico en que la repetición incesante, finalmente, marca la diferencia, donde lo nuevo surge por agotamiento.